Entrevista Jeremías Gamboa (2006) – Spanish

EN EL TALLER DE PEDRO PESCHIERA

Conversación con el artista a propósito de la muestra en la galería Lucía de la Puente

Jeremías Gamboa: Estaba pensando en las preguntas que se plantearían las personas que verán la muestra de Lucía de la Puente y creo que una de las primeras, a propósito del nivel de detalle de los trabajos, es cuánto tiempo le toma a un artista como tú presentar una exposición individual como ésta.
Pedro Peschiera: Mira, el año 2000 hice mi última exposición en el Perú. He venido trabajando de manera sostenida durante los últimos seis años cada uno de estos cuadros, acuarelas y grabados; a pesar de ello voy a utilizar tres cuadros menos recientes para la muestra de Lucía, pinturas que han sido exhibidas en exposiciones anteriores en Suiza. Como ves, produzco lentamente.

JG: ¿Qué cambios, si te es posible señalarlos, observas entre esa última exposición en Lima, en el año 2000, y la muestra actual?
PP: Sabes que mi obra se expande muy lentamente. Recuerdo que en la última muestra, en el espacio que antes tenía Lucía de la Puente, mostré dos campanas en dibujo y una en pintura. Esta pintura fue el inicio de una serie —la de las Campanas— que reitero en esta exposición. Fue el primer prototipo de esta familia. Después vino este cuadro que vemos aquí, “Campana II”. No he hecho más campanas ciertamente, pero no he dejado el motivo del todo porque he estado trabajando más bien en campanas invertidas, que son esta serie de cuencos que ahora aparecen también en esta muestra última. Me gusta eso, que esta campana esté en la muestra y que al lado también haya cuencos; siento que hay ahí una noción de significado, de vacíos que se corresponden, de relaciones entre motivos y objetos. Me importa mucho eso.

JG: Esa relación íntima entre motivos, esa serie de recurrencias, se pueden leer como características de un trabajo adscrito a un particular modo de construcción que descarta lo circunstancial en la ejecución. Por ejemplo, no pones fecha a tus obras.
PP: Me interesa poder decir de mis cuadros “eso lo hice antes” o “eso es de hace una década”, pero prefiero que, más allá de lo que señalo yo, para cualquier espectador sea complicado definirlo. Nunca digo el año exacto de mis obras.

JG: Quizás eso ayuda a la idea de un trabajo que se percibe como aparecido de súbito, de un segundo a otro, o cuya aparición es remota e inhallable. Hay en ello un sentido de abolición de estilo o de la noción de estilo en tu obra, en tanto que no existe la idea de un lenguaje o vocabulario que progresa de un lugar a otro trazando un recorrido lineal de cambios.
PP: Me encanta eso. Si bien creo que todo el mundo evoluciona —y alguna gente radicalmente—, en mi caso siento que ese desarrollo se da de modo distinto, como una lentísima expansión. Desde que decidí hacer lo que hago, no es que pensara que nunca iba a cambiar, pero aquello de la gran avenida que va del punto A al B no se dio para mí. Por ejemplo, mis Mantos. Desde que los empecé un poco antes del año 92 en Ginebra sabía que, como motivos, al igual que las Barcas, iban a regresar siempre a mi trabajo; que yo, después de un lapso de 25 años podría retomarlos y no por ello parecer que me estoy repitiendo. Así fue que empecé a hacer familias de pinturas, de Mantos, de Mesas, de Pozos, o de Concas, familias nuevas que no se cancelan entre sí, como las de las barcas, las campanas, los hoyos o los cuencos: en mi trabajo todo puede seguir indefinidamente. Siento que nada en mí está abolido o negado. Siento que puedo ampliar mi camino, pero intento no tachar o “superar” etapas, quiero tener todas mis cartas válidas y volver a retomar cosas para aportarles nuevas resonancias.

JG: Ese crecimiento de una obra que erosiona el concepto de un desarrollo que supone un cambio y que a la vez parece dado como por generación espontánea refuerza la idea de un arte anónimo, como si se pretendiera un objeto ya dado: la ilusión es que no está Pedro Peschiera ahí.
PP: Eso precisamente tiene “the thing shines, not the maker”, una frase que es de un anónimo japonés y que tomé de un catálogo del escultor Martin Puryear y que ahora voy a utilizar en la exposición de Lucía de la Puente, como una referencia o una indicación, una frase simple en la pared.

JG: Como un epígrafe de la muestra.
PP: Y que puede resultar pretencioso, pero que me parece útil. Sí, hay una voluntad, aunque no clara, de autonomía. Me gustaría que se vea verdaderamente la pintura; ojo, no “LA” pintura, porque no creo que la mía lo sea, pero sí la pintura que yo hago.

JG: Sería muy interesante saber cómo esa pintura con motivos recurrentes, que parece no moverse ni parpadear, empezó a ser lo que vemos ahora; al verla uno siente que siempre fue así, o al menos recibe esa impresión. ¿Desde cuándo tuvo estas características?
PP: Desde mi primera exposición. Siempre así.

JG: Además has expuesto pocas muestras individuales. ¿Cuándo fue la primera?
PP: Yo decidí que la obra era mostrable o que podía arriesgarse a ser expuesta cuando tenía cerca de 39 años.

JG: Y has venido pintando desde los…
PP: Desde que tenía 16, 17 años.

JG: Cerca de 22, 23 años madurando una pintura hasta llegar a convencerte a ti mismo de que tenías entre manos una propuesta cabal.
PP: Me parecía que lo que hacía antes no tenía la suficiente fuerza o el peso para que lo pictórico se sustentara por sí mismo. También sentía que era importante que yo estuviese lo suficientemente maduro como para entenderla. Creo que, entre otras cosas, hice la universidad precisamente para eso, para ser lo menos subalterno posible ante cualquier discurso crítico que se me imponga; quería evitar de alguna manera que un portavoz monopolice mi obra o me desprovea totalmente de lo que yo hago. Quería razonar mi obra en términos creativos, pero también a posteriori y poder argüir, proponer y discutir sobre cosas que dijeran de ella. Quería una formación para poseer por lo menos el vocabulario, y si bien no hablar al nivel de un crítico, entender al menos lo que se está diciendo y no estar perdido y desprovisto en medio de un discurso de especialistas.

Años de formación

JG: Eso que acabas de decir me da pie a preguntarte sobre tu formación. Hiciste Artes en la Universidad Católica.
PP: En la época en que era una escuela, sí; de los seis años hice dos. Al segundo me fui. Siempre me quise ir del Perú. Hice estudios durante muy poco tiempo en la Escuela de Bellas Artes de París y luego me fui a la Escuela Superior de Arte Visual de Ginebra, que tenía una buena reputación en la época. Era muy abierta y sumamente exigente. Ahí estuve cinco años. Después de eso empalmé con el estudio de Humanidades en la Universidad de Ginebra.

JG: Estudiaste literatura inglesa ahí, ¿verdad?
PP: Había que escoger tres ramas en Humanidades. A mí me exoneraron de la tercera rama porque ya había hecho Bellas Artes. Mi principal área fue historia del arte, para mí lo fundamental. Hice egiptología un tiempo y sólo estudiaba hierático y demótico, una cosa endiablada, que pasé a duras penas en un año. La abandoné y cambié esa rama por literatura inglesa, el inglés era prácticamente mi segunda lengua debido al colegio en que estudié en Lima. Durante esos años en ningún momento dejé de pintar. Ahora tengo claro que la literatura me abrió una serie de posibilidades e intereses nuevos.

JG: ¿Qué te dio esa formación?
PP: Expandió notablemente mi conocimiento y mi capacidad de análisis de una cantidad de obras importantísimas de épocas distintas. Me hizo crecer. Creo que en ese momento ya tenía una relación con la pintura muy fuerte, pero quería reflexionar en términos contemporáneos sobre lo que estaba haciendo y por ello me eran importantes los estudios. Para mí, la historia del arte casi llegó a volverse un fin en sí mismo.

JG: ¿Qué emoción te habías llevado a Europa antes de esa experiencia? ¿Qué informaciones?
PP: Antes de irme del país Tilsa Tsuchiya era para mí el principio y el fin. Ella me había hecho descubrir la veladura en pintura y me dio muchos de los primeros grandes referentes cuando yo estaba en Europa, en esas primeras temporadas: venía a Lima casi todos los años y le presentaba a ella una suerte de reporte de todo lo que había visto. Sin duda había algo en mí que correspondía a esa manera suya de hacer, al cuadro haciéndose solo, como por su propia necesidad interna, creciendo, una voluntad plástica que no reside en el gesto magistral, sino en el tratamiento general del cuadro, en ello solamente: esas capas de pintura que van haciendo emerger las cosas, como si la pintura apareciera sola, se conformara por sí misma. Hay un trato exquisito de la superficie. Rara vez o nunca me resulta dulzona. Me encantaba ese poder, esa libertad, esa magia.

JG: ¿Qué obras empiezas a ver y reportar a Tilsa?
PP: Las catedrales góticas y los italianos de los que hablaba Stendhal. Me encantaron las cosas de Uccello, de Piero della Francesca, aunque las de éste último no de una forma súbita, sino poco a poco, como madurando y entrando lentamente en su extraordinario universo. Me encantaba la pintura gótica tardía, las cosas de los hermanos Lorenzetti , Duccio di Buoninsegna, Simone Martini, Lorenzo Monaco, Sassetta, pero después había Fra Angelico… en fin, esto era algo para mí aún demasiado desordenado, no asimilado. Eran detalles visuales que no sabía traducir en ese momento, no sabía cómo tocarles la vestimenta a esos pintores, no sabía cómo insertarme en su trabajo.

JG: El acercamiento a la pintura religiosa de estos artistas en algún momento se convierte en una ética de trabajo artístico también. Recuerdo que en otra ocasión me hablaste de la influencia que tuvo Tilsa en esta visión de las cosas. ¿Cómo se dio esto?
PP: Fue una influencia definitiva. Ella era muy espiritual, medio gnóstica. Recuerdo que me dio una bibliografía, una lista de libros que eran importantes para ella y que pensó que lo serían para mí. Estaban René Guénon, Frithjof Schuon, Titus Burckhardt, Kazuzo Okakura, Ananda Coomaraswami, etc., toda gente esotérica pero de lectura muy clara. Estos autores profesaban un total rechazo al mundo moderno, libros que ahora me parecen peligrosos por un lado y de lo más iluminadores por otro. Postulaban una unidad trascendente de las religiones, una noción de divinidad más allá de toda denominación, como en el hinduismo la noción de lo no-manifiesto, el lado oculto de Brahma, que tiene sus brazos que son Shiva y Vishnu. Para estos autores todas las religiones son como brazos operativos de esa idea de la divinidad. Lo verdaderamente divino es no-manifiesto y está más allá de la voluntad, del acto y aún más allá de la esencia, más allá del ser, está como en un NO-SER puramente cualitativo de plenitud, de posibilidad infinita. Un enorme Deus Absconditus.
Eso me apasionó, la concepción algo gnóstica de Meister Eckhart fue importante para mí: la deidad (Godhead-Déité) no opera ni tiene identidad particular: está más allá del acto o de la voluntad. Lo que me queda de eso, ahora que lo veo, es la noción clara de la contingencia al lado de la trascendencia más pura, absoluta, cosa que en la época me atraía tanto. Leí a muchos místicos por esos días. El cristianismo, del cual yo formaba parte, había tenido, según Guénon, ese lado iniciático en sus primeros años, pero ahora lo había perdido totalmente. Habría permanecido una cadena oculta, esotérica dentro de él durante siglos, pero al final resulta que se optó definitivamente por el exoterismo, que es el aspecto más exterior, el del catecismo, la moral y la dogmática, y no del esoterismo, que es gnóstico (conocimiento del orden de la intuición primordial), concierne a la vía iniciática y trata de lo que Guénon llamaba, en general, la metafísica.

JG: ¿Cómo encajaste ese aluvión de estímulos en tu práctica cristiana?
PP: Nunca quise abandonar mi credo ni convertirme a nada, quería explotar mi vida cristiana en lo que tenía de explotable. Leí mucho los escritos de místicos como Bernardo de Claraval, Escoto Erígena, Dionisio el Seudo Areopagita y luego a Juan de la Cruz y a Teresa de Ávila, todos ellos exotéricos, ciertamente, pero exotéricos que llegaron bastante lejos. Si bien no al nivel del “hombre trascendente” (el término es de Guénon), que es casi como una gota en el océano de la divinidad porque el individuo pierde su identidad y se funde en la entidad suprema, sí al de “hombre verdadero” (adánico), que permite una unión afectiva (bahkti), fuerte y real, con lo divino. En ese estado no se llega a ser uno con Dios, sino que siempre hay dos: el adorador y el Adorado.

JG: Optar por esta alteridad frente a lo otro era una manera de asegurar el oficio plástico; ser parte de la divinidad como el “hombre trascendente” suponía dejar de pintar.
PP: Exactamente. En verdad, en esa época para mí poco o nada tenía sentido y en todo esto encontraba una promesa de sentido: a estas alturas ya no me interesa tanto llegar a conocer el sentido, pero sí el ir tras él, siempre un tender hacia.

JG: Pasaste un tiempo pintando con fe cristiana.
PP: Sí, pintaba con fe, con total devoción. En ese momento, intelectualmente te hubiese dicho que era la fe o la devoción la que contaba en la pintura, pero en el fondo yo me deleitaba en la sensualidad del acto de pintar.

JG: En la tradición del arte religioso encontraste las fuentes de tu vocabulario y de tu obra futura.
PP: Empecé a sentirme atraído por las órdenes monásticas. La teología mística cristiana me entusiasmaba y entonces leí mucho a los padres de la iglesia, las herejías, Plotino, Orígenes, Clemente de Alejandría. Las órdenes monásticas contemplativas eran mis predilectas, los Benedictinos y los Cistercienses, pero no tanto los mendicantes ni las órdenes conventuales, que son más tardías; me encantaba lo anterior, la fe de los siglos XI y XII, los cartujos, los benedictinos, los cistercienses. Todo esto me fascinaba y el arte de esas órdenes que es el canto gregoriano, los manuscritos que empiezan a ser ilustrados, pero sobre todo la arquitectura y la escultura que son el arte románico por excelencia.

JG: ¿Cuál de esas manifestaciones artísticas te atrajo más?
PP: La de los cistercienses, sin duda. Es una arquitectura románica —que por su utilización del arco ojival se acerca al nacimiento del gótico— que a mí particularmente me cautivó. Hay iglesias monásticas estupendas, muchas de ellas de la orden cisterciense, que es la que tiene los templos de diseño más limpio y depurado, casi no tenían esculturas ni vitrales de color.

JG: Los primeros cuadros que pintas y exhibes son esos cuadros de espacios abiertos, edificios que son templos presentados en perspectivas distintas y con claras reminiscencias románicas…
PP: No, ésos no los he mostrado, te los mostré a ti para que supieras de dónde viene lo que ahora pinto. Los mostré también en la escuela porque con algunos de ellos me gradué en Bellas Artes. Sólo mostré tres en una remota muestra colectiva en el 83 en Ginebra, pero creo que a estas alturas eso no cuenta. Ya en el 92, en mi primera muestra, hay en mi trabajo una serie de Mantos, o de acercamientos arquitectónicos que todavía no son Mantos, pero tampoco esos espacios abiertos. De hecho, para mí eran como cofres de color y garantía de presencia, de calidad, papel que siempre han jugado los templos.

JG: Eso es lo que precisamente me interesa. Hablamos en un momento de que esas pinturas de iglesias son una especie de visión general de lo que son tus pinturas actuales, como si muchas de las actuales fuesen close-ups de aquellas pinturas.
PP: Acercamientos cuyo punto medio es ese cuadro con tres elementos superpuestos en perspectiva del que hablamos en la muestra de 1998 en la sala Luis Miró Quesada, en Miraflores. Tú me dijiste entonces que a tu parecer todos los otros provenían de ése.

JG: De una traducción de arquitectura en pintura. Y entonces eso nos da pie a hablar de tu relación con las construcciones medievales. Tu pintura, tal como la vemos ahora, parece arrancar de ahí.
PP: De esa fuerte emoción que tuve ante la arquitectura románica, sí. En un momento hice mía esa dimensión o ilusión monumental, pero no sabía cómo traducirla a la tela. No sabía bien qué pintar, qué modelo usar. Me interesaba y me sigue interesando el realismo, pero nunca tuve vocación de pintor realista y tampoco de abstracto. He sido abstracto en el sentido de pensar en abstraer de la realidad elementos, pero no abstracto como opuesto a figurativo. La verdad es que no sabía bien cómo tomar la herencia del Renacimiento y del Medioevo que tanto me fascinaban y traerla al presente de manera pertinente. Antes de pintar esas arquitecturas distantes pintaba paisajes simbolistas y también figuras humanas en situaciones más o menos narrativas, un trabajo que no me correspondía.

JG: ¿Y qué pasó después?
PP: Abandoné esa figuración, la abandoné porque ése no era mi camino.

JG: Y entonces te encontraste con la arquitectura.
PP: Fui a Italia y allí la pintura me fascinó tanto como la arquitectura medieval. Pero creo que el gran descubrimiento se dio en Francia. Cuando descubrí el campo francés, sus iglesias y catedrales románicas y góticas, sus capillas, sus abadías. Como sabes, yo había estado muy interesado por la forma de vida en estos lugares. Esa vida de orar y laborar, de fuera del mundo, camino a la trascendencia, y el descubrimiento de bibliotecas tan antiguas. Me imaginaba el tipo de vida de ese siglo XII, la oración, el campo, la adoración. Mi vocación cristiana era moderna, pero todo esto me anclaba en mi fe y me estimulaba. Esta arquitectura me impactó por la fuerte sensación de permanencia, de eternidad que me producía, por la simplicidad, lo majestuoso, lo utilitario y lo absolutamente urgente y sin concesiones de ese arte. Y la idea de que todo eso era hecho alrededor y para albergar algo tan frágil como la hostia. Todo hecho antes que nada para la oración y la adoración.
Lo vi como ese gran contenedor que ordenaba la sociedad, amarrando todo a esa estructura, a esa arquitectura: libros, manuscritos, todo contenido en ese templo que era como un arca, una resistencia al caos, un cofre de la cultura, de trascendencia, un principio de orden, una aproximación al sentido último y a la suprema calidad. Al mismo tiempo admiraba su relación con la naturaleza: la vida tan increíblemente dura de esa lejanísima época. La cuestión de la oración, de la contemplación, la escritura y copia de textos y el trabajo de agricultura parecían primar sobre los aspectos de evangelización o de proselitismo, aunque por supuesto que allí también estaban latentes, no aparecían de manera evidente. Cosa que yo apreciaba. A mí me generó la fuerte impresión de un mundo ordenándose, en el cual no se daba la complejidad de la contingencia como casarse, reproducirse, educar, hacer plata, tener éxito, etc. Esto definitivamente era otra cosa: la abadía estaba ahí, paralela al mundo fuera del ciclo de vida ordinaria; creo que la abadía era de algún modo la muerte del mundo, no por nada una de ellas se llamaba Morimond.

JG: La sensación que te brindaba estar en estos sitios era la de vivir una atemporalidad, un “nowhere land”, era como suspenderte del mundo.
PP: Sí, un lugar por excelencia, pero un lugar en el que se busca una armonía, en que se vive para lograrla, pero la atención está puesta en el otro mundo, en la eternidad.

JG: ¿Tuviste alguna relación vital con esos lugares?
PP: Fui a retiros en ellos, pero nunca viví adentro el tiempo suficiente como para darme cuenta de las posibles fisuras de esa armonía. Podía operar con los monjes de los monasterios en algunas actividades, pero no mucho más. En lo que me concierne, eran gente excelente.

JG: ¿Cuándo es que se produce el clic entre esas experiencias y tu obra. ¿Lo recuerdas con claridad?
PP: Fue cuando vi el monasterio de Fontenay, un complejo cisterciense en Borgoña, Francia, una construcción sublime, no habitada por monjes en la actualidad, construida por San Bernardo, el gran místico que marcó gran parte de la Edad Media y que consagró definitivamente el culto a María. Él mismo había diseñado y fundado el monasterio y entonces yo leía sus trabajos con verdadera devoción. A mí me causó un impacto poderoso. Para entonces yo estaba pintando paisajes y mi profesor de esa época, que era un gran maestro, intuía que estaba en crisis desde hacía un tiempo. Yo le había dicho ya que quería pintar con todas mis fuerzas, quería pintar algo que valiera la pena, pero no sabía qué ni cómo. Incluso hoy no puedo pintar la pintura sola: necesito motivos; en mi caso, lo de la pintura sola no resulta. En aquellos días no sabía cuáles serían esos motivos. El profesor ya me había dicho al ver mis cuadros: “Parece que a usted no le provoca pintar estas cosas, señor Peschiera”. Le confesé que me provocaba pintar la abadía de Fontenay y él me dijo que simplemente la pintara. Al principio me pareció absurdo. ¿Qué interés podía tener? Para mí era pintar algo que ya era en sí una obra de arte. En un momento me animé a decirle que quería pintar algo de ahí, pero no sabía cómo empezar. Él se ofreció a ayudarme, me enseñó y empezó a trazar conmigo una sección áurea, la regla de oro; me enseñó luego a hacer rectángulos concatenados, áureos, y yo hacía a su lado estas cosas de la manera más obediente posible.

JP: De esta época data el inicio de tu asunto técnico.
PP: La adopción de la problemática icónica va emparejada con lo técnico, sin duda. Yo he hecho mía la receta más simple porque le ha dado este aspecto mate que a mí me interesa para mi trabajo. Ya hace tiempo dejé la madera como soporte y he pasado a la tela, pero mantengo la técnica de la témpera al huevo con pigmentos. En la Escuela de Artes tuve a monsieur Bouchardy, experto en técnicas antiguas, de modo que hice aprendizajes secundarios en un taller de apoyo, distinto del taller principal. Eran algo así como créditos menores; ahí aprendí a pintar al fresco, con pan de oro, con jugo de ajo, aprendí varios tipos de témperas, más o menos magras, más o menos grasas. A mí me encantaba eso; sin duda iba con mi visión monástica. A veces me decían que yo pintaba detenido en el tiempo. Y así era.

 

El lenguaje propio

JG: Por lo que cuentas, desde ese momento tu pintura se inscribe en la problemática de traducción de esa arquitectura que te impactó como soporte de la pintura. En ella, de algún modo, se reproduce la lucha de los pintores que preparan el advenimiento del Renacimiento. ¿En ese tránsito hubo para ti el apoyo de pintores como Masaccio, que tiene estructuras arquitectónicas en sus obras?
PP: En ese momento no, me doy cuenta a posteriori de que sí, pero en ese momento debe haber sido inconsciente. Sin duda con Masaccio hubo esa conexión, pero sobre todo la hubo con Piero della Francesca y con Giotto. Me he dado cuenta después de que mis mantos se parecen a algunos de sus interiores, pero claro, en mi caso se trata de exteriores.

JG: Además, es el primero que hace esa traducción del espacio en lo bidimensional en toda la historia del arte, ¿no?
PP: Sin duda, pero en ese momento no me daba cuenta de ello. Además, yo había visto el Giotto joven, el Giotto de Asís, un Giotto maravilloso, pero no el que al final me interesó aún más, que es el Giotto más maduro, el de Padua. Vi a ese Giotto maduro cuando ya estaba haciendo los Mantos.

JG: ¿Ese proceso de edificación de tu mundo de formas, entonces, no lo recuerdas asociado a un artista en especial?
PP: No abiertamente. Quizás con las composiciones hieráticas tan magistralmente resueltas de Seurat y también con De Chirico. Éste último es de los pocos pintores modernos con los cuales sentía en ese momento algún nexo más profundo. Había ciertas pinturas medievales, además, que pudieron ser importantes para mí en ese proceso y unas representaciones en relieve en mármol de ciudades amuralladas. Se trata de paisajes que son ciudades y que me gustaban mucho. También las imágenes de obispos que portan en las manos una catedral. La catedral como un relicario, para mí, fue un motivo importantísimo.

JG: ¿Las ciudades ideales, las de Urbino, no estuvieron ahí?
PP: Las vi luego de resolver mi problema. Al verlas en verdad reconozco que me entró una cierta angustia. En ese momento yo creía torpemente que mis cosas eran hasta cierto punto inéditas. Ver, por ejemplo, las ciudades ideales del Bramantino fue como confirmar esas inquietudes. En ese momento en mi pintura las referencias que tenía claras y en las que pensaba eran De Chirico y un pequeño relieve medieval que era una arquitectura hasta cierto punto ficcional, muy pequeña, parte de un altar. Sin embargo, intenté no basarme en ellas. Cuando vi las ciudades ideales resolví la ansiedad diciéndome que la razón de ser de ellas no se inscribía en lo mío. Aquéllos fueron ejercicios de perspectiva, aventuras en busca de conquistas claras para el establecimiento de formas adecuadas de representación, ciudades que son proyecciones de un espíritu humanista como Alberti, el resultado de un proceso que está ubicado entre el arte y la ciencia. Eso no era en absoluto la razón por la cual yo hacía mis arquitecturas, aun cuando los resultados no resultaran tan opuestos. En mis cuadros había una arquitectura central también, pero no buscaba esa puesta en escena tan rigurosa con un solo punto de fuga; yo la rompía. Pienso ahora que me interesaba romper la arquitectura renacentista para hacer algo hasta cierto punto más libre, más medieval, porque me parecía que el Medioevo compartía muchos aspectos con lo contemporáneo: el desinterés por la mímesis heredada del arte greco-romano y por ende por la representación del tipo renacentista, la ilusión moderna con lo que estimaba “primitivo”, lo masivo, lo limitado de la ornamentación, lo depurado, etc.

JG: Pareciera haber habido en tu proceso un nacimiento artístico atento a lo renacentista, que con el tiempo vira hacia fuentes éticas o espirituales del arte medieval.
PP: Ahora que lo dices, sí, creo que por pureza, y por potencia, por fuerza de formas. Formas más simples, tal vez. Hay una voluntad de contradecir la perspectiva de Alberti, de hacer perspectiva aboliéndola, que de algún modo esté no estando.

JG: Entiendo que conciliar esos dos grandes momentos históricos al interior de una obra contemporánea ha sido uno de los problemas de tu obra. En un momento recuerdo que esa dualidad se encarna en un escrito tuyo, de corte académico, sobre las obras de Giovanni Bellini y de Andrei Rublev.
PP: Ambos representaron la Transfiguración de Cristo. Rublev hizo la suya un poco antes que Bellini, pero en una Rusia sumida totalmente en el Medioevo más oscuro, y hay ahí una diferencia que a mí me resultó importantísima. Porque el mundo de Rublev es un mundo de teología, de abstractos totales, y por más humana que se vea su imagen no es humanista; la de Bellini, en cambio, lo es totalmente. Yo me encontraba entre ambas representaciones como ante una encrucijada; por un lado Bellini, que a nivel de su imitación de la realidad, como de su riqueza cromática y formal me ha resultado siempre irresistible, y por otro lado Rublev, que me atraía tremendamente por la espiritualidad y la elegancia de sus formas. Mi drama, ahora lo veo, era poder pasar del mundo de Bellini al de Rublev mediante un querer voluntario.

JG: En esa paridad, lo que has hecho es rescatar ese lado pictórico de Bellini hacia una ética y una contención formal de Rublev.
PP: Ojalá tengas razón. Te diré que esto se ha efectuado paulatinamente y sin que me percate de cómo el cambio o la nueva síntesis se dio. Claro que a nivel de ideas o creencias estoy ahora un poco lejos de pensar lo que pensaba y creía en esa época. El mundo teológico de Rublev me fascina actualmente sólo por su muy alta poesía. En esa época, sin embargo, no había distancias: no era agnóstico; era creyente. Ahora estoy sumido en la búsqueda del sentido, pero me complazco en no encontrarlo, en nunca encontrar una respuesta. Es otra manera de ver las cosas, lo que cuenta para mí es el tender hacia, no la respuesta.

JG: Una excelente esperanza para seguir fatigando la superficie de la tela y cargarla de color.
PP: Así es. Hace ya años que admiro y me inspira muchísimo la pintura de los grandes venecianos Bellini, Giorgione y Tiziano.

JG: Esa filiación del arte veneciano es la que contradice los presupuestos de la espiritualidad mística de la cual, a cierto nivel, hablan tus cuadros.
PP: Totalmente. Y todo empieza con Bellini. En ellos mismos se da ese proceso del que hablas. Bellini es un artista devotamente creyente que encuentra una manera de anclar en tierra su fe con ese color suyo (y con ese naturalismo suyo mucho antes del naturalismo propiamente dicho), maravilloso; su pintura es muy terrestre y espiritual a la vez, pero hay una impronta ya inoculada que no es del todo religiosa, y si bien hay una espiritualidad profunda en su obra, no llega a ser la espiritualidad humana pero descarnada y absoluta de Rublev. No es la saeta. La última época de Bellini ya es de esa cosa suntuosa, divina en tanto logro humano, y la mímesis es perfecta. En Giorgione eso se acrecienta y en el Tiziano aún más. Siento fascinación por los tres. A pesar de mi realidad y de mis cuestiones abstractas, quisiera que todo esté muy anclado en los sentidos porque me gustaría hablar a, y con los sentidos. Ésa es mi intención. Creo que mis motivos son esqueletos para otra cosa, para una relación sensorial y sensual, ambas, con la tela. El contenido es también la pintura misma.

JG: Al escucharte hablar ahora y asumir que tu obra es un acercamiento a las arquitecturas hasta volverlas superficie veo que hay un momento en que tú defines una estrategia pictórica que tienes clara —la idea de un muro que sugiere un enorme vacío detrás o una promesa “del otro lado”—, pero también hay un deseo impulsivo de pegarte simplemente a la superficie de la pintura misma, a su superficie.
PP: Se dan ambas cosas. Hay una “estrategia pictórica”, sin duda, pero ahora es más grande el deseo de pegarme a la tela, el deseo de que la pintura se vuelva bidimensional, pero sin abandonar un cierto espacio ilusionista. Que de lejos revele la ilusión de la tridimensionalidad, pero que de cerca, en los planos pictóricos, salte la gama y la escritura pictórica y que la pintura suceda allí, amarrada a la superficie. Eso me interesaba primero por una preocupación de modernidad y luego por un especial interés por el color en sí, ya no sólo como representación o como mímesis.

JG: Por la manera en que muchas veces hablas de ciertos cuadros de maestros que te han cautivado veo que estar pegado a la superficie, a punto de no mirar el cuadro en su totalidad, es una manera muy tuya de ver pintura, un acercamiento a meras áreas de color.
PP: Totalmente, veo la pintura de esa manera, cierto. Por zonas.

JG: A ese nivel de tratamiento de la superficie de pintura ¿qué pintores están cerca de ti? Ahora que veo este cuadro “Arcas-Karacoram II” pienso en un artista como Simone Martini.
PP: Puede ser, fíjate que no he pensado en él necesariamente. Pero viéndolo bien, ojalá, sí, veo lo que quieres decir. Siento que muchos de los pintores que me interesan operan sobre mí de manera inconsciente; siempre pienso en Tiziano, en Giorgione, en Bellini. Aunque en apariencia tienen mucho menos que ver con mi trabajo que Simone Martini. Pero yo me imagino que los asimilo y que me influencian, ojalá así sea ¿no? No te puedo decir más, ni de qué modo, ni bajo qué características, pero yo lo siento así. Mi factura se ha aireado un poco, la siento algo más libre. De Bellini creo que es su preocupación por el color, que cada vez se hace más evidente en mi trabajo. Mira, hay un momento en que estoy como instalado en el gran plano de color cuando pinto, y ahí me interesa explorar la veladura en el color mismo, las complejidades de las capas de color y la relación de éstos en la tela. Me interesa darle una forma al color sin que éste pierda su fuerza ni su atmósfera. Ahora que lo pienso, una presencia fuerte en mí es Bonnard. Él tiene cuadros hechos con manchas, no con pinceladas como Monet o como Van Gogh; en Bonnard hay una manera de manchar, de frotar el color, solamente de colocarlo, sin una dirección determinada; el color está puesto, pero no tiene pincelada, está puesto, pero el gesto es reducido, la mano no dibuja la forma con el pincel; no hay escritura ordenada en ese sentido, hay una trama que es como tachista antes del tachismo. Eso me hizo perderle miedo a las superficies; desde ahí he manchado las cosas sin necesariamente representarlas. En mi trabajo hay tanto toque de mano que la mano desaparece, se vuelve anónima.

JG: Pintas a la misma distancia en que miras los cuadros?
PP: Sí. Hay un momento en que lidio sólo con el color porque lo demás ya está representado de antemano, tanto por el dibujo como por la disposición del objeto en el espacio; entonces no me preocupo mucho cuando ya tengo el contenedor: todo ya está contenido, en su sitio. En este aspecto la resolución, la factura, lo veo ahora, está más cerca de cierta pintura de planos atmosféricos de Rothko o ciertos fondos de retratos de Tiziano.

JG: Has mencionado a Rothko. Justo hemos llegado a decir que tu pintura se resuelve de algún modo en el trato del color que alberga la promesa de éste como receptáculo de una verdad inmanente o trascendente.
PP: Ahora que lo dices, sí. Prefiero el aspecto inmanente, ya que el aspecto trascendente me es desconocido.

JG: Pienso que, además, él lidia con dos colores en suspensión que entran a formar un universo o, si se quiere, dos universos en contacto. Tu trabajo está en buena parte caracterizado por esa disposición de dos colores predominantes; en Rothko hay una aspiración al advenimiento de una presencia real.
PP: En Rothko hay eso, sin duda, hay cuadros suyos que me encantan y, además, descubro después que él menciona a Bonnard como una de sus influencias para tratar el color, un color sin pincelada. La otra presencia es Matisse. Ahora que tengo este gran plano de color (“Arcas-Karacoram II”) que se muestra al espectador en tres dimensiones, pero que se liquida en el primer plano y en la superficie, pienso en él.

JG: Me interesa, a propósito, entrar a discutir ese rasgo tan característico de tu pintura que es la disposición de un objeto único, protagónico, cuya presencia es sostenida por la técnica. Ese acercamiento de los objetos como cosas masivas que parecen ahogar el espacio del cuadro viene de la necesidad de pintarlos “de cerca”, pero a la vez de reponer un sentido de unidad. En otra oportunidad me dijiste que la filosofía oriental es la que te lleva a eso. Pienso si no hay una herencia de la concepción religiosa de lo único.
PP: Siempre pensé mis cosas como símbolos, pero nunca como símbolos motivados. Hay sin duda algunos préstamos de la arquitectura eclesial, acaso la cuestión sacra y monumental sí, por su aspecto de verticalidad y de receptáculo de una trascendencia o encarnación de algo que es de fuera. Eso sí, no lo niego, pero nunca he sido de cruces o de simbología religiosa definida. Mis cuadros en un inicio, tal como hablamos, parecían templos, iglesias medievales si quieres, pero cualquier simbología que fuera religiosa —una cruz o algo así— me desinteresaba: no había signos determinados. Por ejemplo, nunca he tenido la intención de pintar un cáliz tal cual, quizás un receptáculo, pero no un cáliz. Ahora, pintar otra cosa y ponerle el nombre cáliz es distinto, eso sí me podría interesar.

JG: En lugar de eso usas vasijas que llamas Cuencos; me das pie a preguntarte si tu pintura no busca la resemantización de objetos altamente cargados de significado a nivel cultural e histórico.
PP: No voluntariamente, pero puede ser.

JG: Podría tratarse de objetos cuyo sentido ha sido descentrado.
PP: En ese sentido quiero volverlos laicos y también el fenómeno inverso, darle una dimensión sacra a lo que aparentemente no lo es. Ahora bien, yo no tengo ningún inconveniente con la problemática que el ateo, el agnóstico o el místico haga de mi trabajo. La cuestión es la misma siempre y es válida para todos los acercamientos: estos objetos tienen algo que los habita y que no está limitado a una sola creencia o credo porque ya no tengo esa creencia. Soy un pintor que se cuestiona y trabajo con un cierto instrumental, con una iconografía. Aquí, en esta pintura (un tazón blanco), lo que parece tan banal se llama Vientre. Es un tazón y es un vientre y hasta podría ser una matriz. Sí, tienes razón. De algún modo siento que hay una desemantización de lo religioso y acaso una resemantización. Como una voluntad de despertar ciertas connotaciones de los objetos entre ellos y también entre objetos y nociones que seguro siempre existieron, pero que no las percibimos tan bien.

Proceso creativo

JG: Intuyo, por lo que hemos hablado en esta entrevista, que tu pintura viene a ser como la respuesta a una zona específica de un gran cuadro ya visto.
PP: Me ha pasado, no te digo que no, pero no sólo con cuadros, también con acercamientos a objetos reales. Sabes que en general yo me imagino mis cuadros como esqueletos vacíos que tengo a la mano; simplemente hay que hacer pintura. Yo ya creo apuntar a un sentido, a una cuestión plástica y tengo un planteamiento establecido: a mí lo que me interesa ahora es pintar, decidir cómo y qué poner ahí adentro de aquello ya definido. Ahora vivo mucho en la pintura: no me pregunto o rara vez me digo qué voy a pintar. Muchas veces sucede que todo se dispara de ver algo muy pequeño, de una cultura como la china, y de pronto el encuentro con un objeto de escala reducida resulta para mí una totalidad, una totalidad que encaja dentro de las formas de mi vocabulario.

JG: ¿Cómo así?
PP: Por ejemplo, veo un bol de porcelana china de un verde clarísimo en un museo, hecho a elevadísima temperatura: una cáscara de huevo que tomó 10,000 años de civilización. Encuentro en ello una belleza que hace enmudecer y pienso que eso de pronto da lugar a una nueva familia de cuadros míos: entonces apunto en un cuaderno el color del bol y trato de comprar una postal con esa imagen y entonces nace una nueva familia y ya después, en la práctica de la pintura, vendrán el enriquecimiento, las variaciones, los objetos que se muestran más abiertos, menos abiertos, más verticales, triangulares, echados, ¿me entiendes? Otras veces, por ejemplo, lo que viene primero son urgencias de color: entonces veo un amarillo de tal modo y a su lado otro color y después otro, como un diseño abstracto de campos de color que me atrapa y quiere imponerse, siento una necesidad estética de hacerlo, casi esencial y de pronto pienso “esto va para barca, esto para cuenco, para arca, para pozo”. A veces los estímulos surgen de cosas impensadas: veo un camión sobrepasando a otro camión y uno tiene un plástico verde encima y el otro uno naranja y ése es ya un estímulo para mí; los miro y pienso “Las Arcas”. Pero básicamente todo para mí ahora, a pesar de que las formas me seducen, es el color-atmósfera.

JG: Nunca has encontrado, en la necesidad de volver a una barca, a un pozo, a un manto, un estímulo específico que no sea de color. Quiero forzar la posibilidad de una lectura simbológica.
PP: Quizás en mis inicios o al principio de una nueva familia de pinturas, pero en general no tanto, ahora es mayormente urgencia de color. Es simplemente un estímulo unido a ciertos estados de ánimo. Para mí, los colores responden a estados así, lo cual por cierto no tiene nada de original, pero en mí no se da la correspondencia de los colores con lo que señalan ciertos lugares comunes. El rojo para mí no es la violencia, por ejemplo, o el verde la esperanza: creo romper con todo eso. Los colores de mis cuadros corresponden a estados internos que no sé cuáles son y que además fluctúan. Para mí, los cuadros con el mismo motivo pueden ser universos aparte por esos estados de ánimo distintos, resultan galaxias aparte que hablan de cosas completamente opuestas aun cuando sus motivos son los mismos. Siento de pronto que el tema habla por un lado y el color por otro y me interesa eso, que haya esa contradicción, no me preocupo por la Concordia, creo que ésta viene por añadidura.

JG: Voy a insistir en la posibilidad de establecer una narrativa o valores semánticos definidos de los objetos pintados porque hay en ellos ciertas resonancias religiosas: las mesas pueden implicar altares, los mantos son velos de vírgenes y síntesis de templos, las campanas implican los sonidos de algo interior…
PP: Si hay connotaciones de ese tipo no me molesta para nada que la gente las piense al ver mi trabajo. En lo que sí he pensado claramente es en esos mantos que derivan, como hemos hablado antes, de arquitecturas religiosas porque vienen de la noción sacra en el sentido de depósito de la calidad suprema, trascendente. De ese círculo del chamán dentro del cual danza y hace sus ritos y en el que nadie, sino él, puede poner los pies. Eso me apasiona: ese sentimiento de reverencia, la colocación de esas barreras para aislar la calidad y el respeto por la dimensión de lo que constituye radicalmente lo “Otro”. Por eso me atraen las iglesias. Pero lo que quizás me interesa más es que la iglesia, en el cristianismo, en el católico y ortodoxo, encierra la transustanciación, una noción que me ha fascinado desde mi infancia y que considero bellísima, la posibilidad de una presencia real. Como en el templo judío, en que había la Shekhina, que es la versión femenina de una presencia divina, pero en un solo recinto del templo, el lugar más sagrado, un espacio en donde únicamente se dispone un velo que era cortado sólo por un sacerdote que tenía la posibilidad de ingresar, el único con la potestad de ir más allá del velo salmodiando una oración una vez al año. Éste era el recinto en donde estaba el Arca de la Alianza, la parte más íntima del templo, la más esencial. Sin duda en el cristianismo esto se retoma en la hostia consagrada. Mas allá de que esa presencia real y simbólica exista o no, de que uno se adhiera a esta creencia o no, por más increíble y absolutamente delirante que parezca, esta noción no es insignificante. El hecho de que haya una injerencia cualitativa de un mundo en otro me inspira, porque encarna la noción de la calidad suprema, un rayo de verticalidad que transfigura un lugar.

JG: Entonces, el acercamiento pictórico a la piel de las superficies es, de algún modo, una manera de acercarse a la idea de tocar esa presencia real que es finalmente, de modo laico, sinónimo de calidad, de lo superior.
PP: La idea de una urna como contenedora de algo de calidad me interesa. La arquitectura como una urna que contiene a otra como un tabernáculo que contiene a otro y éste a otro y éste último al cáliz y dentro de él la hostia, si se quiere. Es como superponer varias capas que encierran diversos niveles de calidad o de proximidad a la calidad. Yo encuentro que la iglesia como arquitectura era eso simbólicamente. El edificio, digamos, anima el desarrollo espiritual hacia esa calidad. Eso, en el cristianismo, en el judaísmo, en las religiones orientales, en el chamanismo, siempre me produjo una gran curiosidad. Esa noción de lo inalcanzable, de impenetrabilidad y al mismo tiempo de garantía de la calidad sublime, suprema, a mí siempre me dejó atónito.

JG: Hablamos de calidad o de exigencia de calidad y hace un rato hablábamos de Bonnard. Todo eso me da pie a preguntarte sobre la culminación de los cuadros, más aún cuando nos hemos referido a un pintor que, como Bonnard, se exigía tanto como tú te exiges en los tuyos: Bonnard era famoso por corregir sus cuadros en los museos. ¿Cuándo sientes que el cuadro finalmente está?
PP: Te voy a responder citando a Balthus: “cuando se lo abandona por desesperación y agotamiento”. Yo te he hablado de lo difícil que es crear relaciones de color intensas y que a la vez funcionen. Hace dos días me hablaba alguien de lo terrible que ocurre semanas antes de que el cuadro esté por terminarse, esa parte última en que la cosa se está definiendo, puede salir o caerse; ahí entonces me parece de pronto que ya nada funciona o siento que lo último que le añadí ya lo echó todo a perder, lo malogró. Esto ocurre casi siempre en esas dos semanas antes de que se termine el cuadro, un lapso de tiempo en el que ya no sé qué más hacer con la pintura, me pierdo. La cosa se vuelve terrible: veo que el cuadro aún no está y a veces casi está y a veces que faltan dos o tres cositas, y a veces las descubro y a veces las descubren otros. Ha habido momentos en que amigos de fuera del mundo del arte me han sacado de verdaderos dramas, de estados de franca desesperación. Un amigo mío, una vez, descubrió que lo que le faltaba a un cuadro de un gran manto, del cual apenas se percibía el horizonte, era precisamente ese mismo horizonte, pero algunos centímetros más bajo; sólo ese detalle culminaba un trabajo que me había tomado cinco meses. En una pintura como la mía, con tan pocos elementos, pequeños detalles resultan ser determinantes. Alguien dijo: “God is in the details”.

JG: Y los terminas…
PP: A veces, uno de los secretos para que el cuadro despegue son las junturas. Éstas son un detalle importante de mi pintura porque definen las masas de color y son lo último que pinto. Es esencial para el trabajo que las junturas estén logradas. No recuerdo quien decía “Everything is in the edges” y es verdad. No sé, pienso que Balthus decía que a veces dejaba los cuadros por pura desesperación.

JG: ¿Tú trabajas cuadro por cuadro o varias telas juntas?
PP: Puedo trabajar dos o tres cuadros a la vez, pero en etapas distintas; puedo estar planteando uno y preparando otro, pero lo que es verdaderamente pintar, sólo puedo pintar uno, uno sólo. Hay un momento en que encaro un cuadro y no puedo hacer otra cosa hasta sacarlo adelante.

JG: ¿Cuál es la relación que sientes con el espacio que pintas; digamos la relación corporal? ¿Te sientes entrar, te sientes asomado a una ventana, habitando un espacio mental?
PP: No pienso en nada preciso; cuando estoy en la pintura y doy unos pasos atrás siento el espacio plástico o lo miro y pinto el espacio, pero en el momento más intenso o frontal siento que pinto superficie. Me doy cuenta de que aplico materia, que embadurno, que no pinto una escena o un objeto o un espacio; si pienso en él pienso en “espacio para cubrir”. Cuando retrocedo observo la cosa en el espacio de tres dimensiones, pero después no, sólo se trata de untar y manchar.

JG: Esas manchas que desaparecen se resuelven al final en un tono muy grave de color.
PP: Me gustan los colores bajos aunque no se trata de enterrarlos tampoco. Me interesa que estén bajos pero cantando, lo cual es una verdadera complicación.

La contemporaneidad, el grabado

JG: Me interesa establecer tu relación con el arte más moderno. Hablabas de tonos bajos. ¿Cuál es el papel de un artista como Giorgio Morandi en tu obra?
PP: En el momento de mi formación no tenía para mí el espesor que tiene ahora.

JG: ¿En algún momento descubres en su obra una suerte de proceso similar al tuyo en términos de temporalidad o de crecimiento de obra al unísono?
PP: Sí, siento que él “evoluciona” relativamente poco. Me inspira su desarrollo tan lento, paulatino, silencioso, aparte, y que no deja sin embargo de ser una pintura moderna. Aprecio sus cuadros de la época de valori plastici en que estaba embarcado con De Chirico. Pero son sus cuadros posteriores los que me interesan muchísimo, esos bodegones casi sin contornos, de pintura pura, con colores que apenas se despegan y que recogen la gama de Piero o de Simone Martini, de Chardin y de Corot.

JG: Dices que valoras a Morandi después de cierto tiempo. ¿Qué pasó antes de tener esa validación de cara a la obra de tus coetáneos? ¿Cómo te percibían?
PP: Creo que tenían una suerte de respeto por lo que hacía, pero siempre les resulté un extraño. Por esos años en Europa, muchos de los alumnos que comenzaban Bellas Artes lo hacían pintando cuadrados a lo Albers o monocromos grises a lo Richter. En el Perú no era así, había que aprender a ver, a dibujar. El estudio de la naturaleza y la noción de oficio eran aún importantes. En Europa, en cambio, la gente no iba tanto para seguir una formación visual y técnica —poca gente hizo lo que yo intenté en esos talleres técnicos que tuve con mi profesor, monsieur Bouchardy como te he contado— como a formarse intelectualmente, a aprender más bien un léxico, un discurso, una posición teórica o alguna estrategia para defender lo que hacía o para optar por una tendencia determinada, en general lo más en boga posible. Y, sobre todo, para —a partir de la escuela misma y sirviéndose de su renombre o de la importancia de algunos de sus maestros en el medio local del arte— poder contactarse desde ya con instituciones, galerías y lugares de exposición prestigiosos: un auténtico trampolín a la fama; todas cosas que yo consideraba aberrantes en la época.

JG: ¿En qué sentido?
PP: Una persona de dieciocho años que entra a una escuela a aprender a pintar y parte de los cuadrados de Mondrian y persiste en ello por años, evocando simplemente las conclusiones teóricas del mismo Mondrian, con ligerísimas variantes —que dicho sea de paso, es uno de los pintores que más aprecio—, está arrancando de una reducción extrema, de una síntesis personal, lenta y madurísima; en ese sentido yo no sé cuál es la experiencia, el recorrido, la conclusión propia de ese alumno, sobre todo si además, debido a su edad, no poseía tampoco la más mínima argumentación sobre el porqué de haber escogido esa forma minimal y no otra, así como el porqué persistir en ella. Yo veía con pesar que la preocupación que había entre mucha gente que quería hacer arte era determinar qué era lo que “se hace en ese momento y tiene éxito”, qué cosa en esos momentos “hablaba” como arte.

JG: Cuando leías la crítica sobre lo que era el arte o formabas parte de las discusiones sobre lo que lo era en ese momento ¿cómo percibías o defendías tu propio trabajo? ¿Formaste un discurso?
PP: No en ese momento porque todavía no dominaba el francés como para estar a la altura y no tenía entonces las herramientas teóricas. El trabajo se defendía en el sentido en que técnicamente la cosa iba mejorando, nada más. Sentía que había en la obra un cierto fondo de origen medieval, pero no parecía pintura medieval. Creo que les daba la impresión de una visión de algún modo onírica. Era una cosa extraña, algo metafísica, pariente de la de De Chirico, pero distinta. La de De Chirico es más violenta, angustiosa, otro espacio; yo encontraba la mía más silente. Algunos me relacionaban conceptualmente con Caspar David Friedrich, el gran romántico alemán. Me defendía como podía de algunos ataques. Había un hablar con un vocabulario propio de las cosas que yo había visto y que me habían llenado. Poco a poco se volvió una pintura de citas y referencias cada vez más claras y muy conscientes.

JG: Ese trabajo de citas y diálogos con maestros se acerca a lo que algunos quizás ya nombraban postmodernidad.
PP: Yo no lo veía así entonces. Entiendo por qué me lo dices, pero en ese momento no lo veía así. Sentí simplemente que podía abstraer ciertos tipos de arquitecturas románicas, simplificarlos y hacer algo que a mí me parecía más fuerte como para esta época, más eficaz o expresivo y menos anecdótico en tanto a detalle o descripción arquitectónica, lo que de algún modo me fue llevando a hacer cada vez muros más simplificados. Cuanto más simplificado era el muro o el objeto, más elocuente me parecía que era la pintura. De algún modo quería alejarme de la realidad desproveyéndola de elementos y creando una estructura total, la del muro. En un momento me di cuenta de que para pintar ya no necesitaba ver las cosas; podía simplemente consultar en una foto algo con un detalle de tal o cual arquitectura y de ahí avanzar en mi trabajo; a tal punto me ocurría eso que llegué a apropiarme de detalles de construcciones arquitectónicas recientes, funcionales, y otras a veces imposibles, puramente mentales. Quería algo que fuera espléndido en su pasividad, guardián de algo que no se puede revelar.

JG: Ese motivo sublime que usas y que promete una presencia de orden “inmanente” o “trascendente” ya es de algún modo una manera de reinstalar una problemática que, en ese momento, está dejando de ser vista como un problema contemporáneo.
PP: Sí, pues, para algunos era caduca, obsoleta.

JG: Pero la haces pasar por una reflexión que permite reponerla. Y ahí una de las estaciones centrales, un estadio claro que en la muestra de Lucía de la Puente funciona como una poética o una manifestación de principios es precisamente el trabajo tipográfico, el trabajo con los grabados. En él la pintura no existe sino como mero problema mental. ¿Por qué llegas a él?
PP: Sin duda por la voluntad de complementar lo que pueda resultar opaco o hermético en mi búsqueda pictórica. Mientras leía libros que me ofrecían discursos con los cuales pensar mi oficio me vino una idea, y me pareció que utilizando otro medio artístico, en este caso los grabados, mi trabajo en general, a través de este soporte, se clarificaría y completaría conceptualmente y me ubicaría a mí frente a él desde una posición crítica. Es mucho más esqueléticamente conceptual en ese sentido, frente al candor, a la carne de la pintura.

JG: Surge de otros estímulos.
PP: Sí, son cosas que aparecen en mí, leyendo. Creo que mejor que escribir un manifiesto sobre qué es el arte para mí, intento utilizar esas reflexiones al interior de las obras de arte mismas: recuerdo los pequeños grabados de las casas, por ejemplo, en los que inscribía pensamientos sobre mi trabajo, las contradicciones, las complementariedades, mis motivos resueltos en tipografías. Quería dar pistas, hilos sueltos…

JG: Puertas de acceso a la penetración de lo pictórico…
PP: Sí, pero es difícil decirlo de esa manera porque supondría que están subordinadas al trabajo pictórico y que no gozan de autonomía. Eso no lo sé ni lo decido yo: para mí son grabados, son obras autónomas. Siento que la necesidad primaria de los grabados es más la de ser escuchado que la del impulso de pintar, que es lo visto, lo percibido y lo sentido.

JG: ¿Se puede ver allí una suerte de relación entre la superficie del soporte y las ideas vueltas estímulos visuales? A veces parecería que se presencian encarnaciones visuales de ideas que se liquidan en el hecho plástico, se vuelven tejidos meramente visuales…
PP: Sí, hay de eso, sin duda. Recuerdo esa frase: “El tejido de la escritura pictórica superpuesto a la trama geométrica refuerza la tensión” o “La repetición y la acumulación del gesto saturando la superficie producen una densidad” dos frases que llevo conmigo hace veinte años y que nunca había grabado hasta esta muestra. Para mí, eso habla de un aspecto del trabajo en pintura y creo que lo hace en la propia dimensión de la pintura. Se trata de una escritura que no se comunica ni se lee como se lee la escritura normal.

JG: Entiendo que es un punto de convergencia de las ideas y los modos de tu oficio plástico, como un lugar de reencuentro de tu formación artística con tu formación literaria…
PP: Sí, no se me habría ocurrido para nada este tipo de trabajos si no hubiese estado en la universidad. Creo que ello me ha servido para sacar cosas de mí que no habrían aflorado en pintura a menos que hubiese hecho obra de carácter demostrativo. O una pintura de carácter puramente estratégico: esto de poner un estilo de pintura junto a otro estilo para que se vea que comento tal cosa con tal otra a través de un propósito discursivo. Yo no quería eso, que es “bastardear” mi pintura, una suerte de asunto que encuentro en ese postmodernismo que me molesta tanto tal como yo lo percibo. Hay cierto tipo de postmodernismo que a mí me repugna, sinceramente. Mis grabados son trabajos sumarios que son obra y no manifiestos. Las frases de mis grabados están actuando en lo plástico, creo yo.

JG: ¿Cuándo empiezas a grabar?
PP: Varios años después de pintar, pero los grabados ya aparecen en mi primera exposición. Ahora, aun ahora no sé si haré más grabados en mi vida, no lo sé realmente.

JG: Es importante porque dialogas con el arte fuera de la subordinación de las obras a momentos históricos determinados; en ellos se pueden leer de un modo facilista ciertas señales de lo llamado postmoderno. Hay una problematización de la cuestión de la noción de lo moderno.
PP: A eso que dices yo añadiría que se trata de una problematización dolorosa. Yo veo muchos artistas —no sé si su problematización es más ligera— para quienes estas cosas no resultan dolorosas: sólo mezclan a X con Z y obtienen tal cosa específica; eso lo vuelven a mezclar con Y y todo resulta ok.

JG: Estaba pensando en la facilidad con la que parecen resolver sus propuestas ciertos artistas que han regresado a fuentes con las que tú dialogas en tu obra, los “New Old Masters” de los que habla Donald Kuspit, por ejemplo.
PP: La gran facilidad aparente que produce una maestría técnica y la maestría que, a su vez, da una validez a una facilidad conceptual sospechosa. Reconozco que hay uno o dos de esos artistas que sí me han impresionado mucho, más allá de la simple técnica, el resto no me convence.

JG: Y de movilizarse o de construir obra con “diálogos” que dan la impresión de estar ya resueltos.
PP: Ahí volvemos al asunto de la estrategia. Yo siento que siempre hay una boya para sobrevivir ahí. Y ojo, yo no creo que la obra de arte no deba ser crítica —casi todos los “ismos” lo han sido—; pero no puedo concebir que el artista esté al otro lado de su obra. A mí me es difícil concebirme así. Para mí, los comentarios de las obras de arte sobre otras obras de arte tienen que olvidarse prácticamente, frente al dominio del arte mismo; el comentario de la obra, su situación en el mundo del arte, su lugar histórico, todo eso que tiene la obra debe darse sin desmedro de la obra en sí, no por voluntad de ésta. Si quiero comentar sobre Botticelli, sobre formas o alegorías que pueden ya parecer obsoletas, etc., etc., tendría yo que hacer una obra que, a pesar de ese comentario, hable de otra cosa, que se sostenga como arte en sí, como autonomía y como primacía. El comentario, para mí, es para los comentaristas, y el arte para los artistas. Un artista puede querer hacer un comentario dentro de su obra; si ésta llega a ser arte dejará de ser meramente comentario. Yo no tengo nada contra los comentarios, pero me gustaría que los espectadores de mi obra se olvidaran de que es comentario —porque el comentario no es lo esencial— aunque también esté hecha de comentarios, entre otras cosas. Lo que a ti te debe llegar o lo que en el cuadro se debe resolver es la pintura.

JG: De ahí tu distancia de una gran cantidad de artistas contemporáneos.
PP: Hay muchos a los que admiro, pero a veces sobre algunos no sé qué pensar. Tengo más aprecio por Vincent Desiderio o Peter Doig que por otros.  Pero mira, hay ese artista estupendo que no es de “Old New Masters” ni nada de eso: Gerard Richter, un gran pintor-estratega al que admiro, pero al que a la vez le pongo muchos bemoles. Lo admiro más por sus capacidades que por la profundidad de su arte; sin embargo, ciertas cosas de él me cautivan. Su arte está para mí viciado de estrategia; por otro lado, no cualquiera adviene a un estado de refinamiento, de maestría tal para combinar con tal inteligencia tal multiplicidad de fuentes y maneras como lo hace él. Creo que Richter es admirable por su total maestría e increíble versatilidad técnica, algo que nadie o que poquísima gente tiene… pero no me llega al fondo porque siento la estrategia y la demostración detrás.

JG: Un trabajo que puede resultar un poco cínico también.
PP: Creo que Richter no lo ve así, pero todo sea por la mayor gloria de la pintura ¿no?  Pero sí, sin duda no tiene ese aspecto candoroso, vulnerable que a mí me toca especialmente en una obra de arte.

JG: Entonces, si te encuentras ubicado cerca de alguien el último es Rothko…
PP: Sí, creo en mucho de lo que él creía sin haber tomado la abstracción; si tendría que quedarme con un último él podría ser candidato pero, a la vez, para mí es siempre volver a Bonnard, que persevera en un arte vecino al de Morandi; interiores íntimos, naturalezas muertas, escenas cotidianas, de hecho con otras características y llevándolo todo a un universo muy distinto. Y además están Picasso, Matisse, esta gente que rompió sin romper, en ellos todo era posible, nada se tachó para siempre. Por ello tengo dificultades con lo que está pasando en los últimos 30 o 40 años. No con todo, claro. Hay cosas que me encantan. Admiro muchísimo a Richard Serra y a Anselm Kiefer, son artistas que me nutren. Anish Kapoor, por ejemplo, tiene mucho que ver conceptualmente conmigo, esta cuestión de los vacíos, aunque siendo él escultor y completamente abstracto. Admiro a Brice Marden, hubo un cambio importante en su pintura, pero me gusta tanto lo primero como lo segundo que hizo. Otros menos recientes son Ad Reinhardt y Agnes Martin, que me marcaron. Luego están Lucien Freud y Auerbach. En el fondo hay muchos artistas modernos y contemporáneos de muy distintas tendencias que aprecio mucho.

La crítica

JG: Hablabas, al inicio de esta entrevista, de la necesidad de formarte académicamente para no ser colonizado por la crítica. A nivel de ideas, qué cosas han estimulado tu obra y su desarrollo. George Steiner, que fue tu profesor en Ginebra, ha sido importante ¿no?
PP: Desgraciadamente me ha traumatizado (risas). El profesor y el hombre son una cosa, pero lo que escribe es otra y sí pues, ha sido determinante.

JG: ¿Conocías su obra antes de ser alumno suyo?
PP: La verdad es que ni sabía quién era. Yo todavía no había entrado a la universidad y un amigo mío, Harel, iba a los cursos de Steiner y comentaba todo el día con otra gente sobre este Steiner, que él tenía como lo más alto. Otros lo criticaban, decían que era un fascista, que era un tal por cual, y un día, cuando mi amigo ya no estaba en Ginebra, me metí a un curso introductorio de Shakespeare dictado por Steiner. Desde que lo escuché me dije que todos mis seminarios tendrían que ser con él. Steiner fue mi profesor principal y llevé casi todos sus cursos durante esos años de formación.

JG: Fue como tu consejero académico.
PP: Pero nunca me aconsejó mucho. Digamos que era verdaderamente un tipo difícil, extremadamente exigente, pero a la vez me generaba una admiración tal, que era impensable dejar de lado a alguien tan incuestionablemente valioso.

JG: En ese momento él ya era considerado un reaccionario frente al advenimiento del postestructuralismo y su correlato postmoderno.
PP: Sí, claro, para todos los deconstruccionistas y los defensores del “meta, meta discurso”. Su personalidad, además, no lo ayudaba. Era súper apasionado, intolerante. Él enseñaba en Cambridge y en Ginebra, pero en ese momento sobre todo en Ginebra.

JG: Me interesa el encuentro entre las ideas de Steiner y el trabajo que tú hacías por esos años.
PP: En ese momento no hubo ninguno. No había leído nada de él. Ese encuentro tuvo lugar más tarde. En ese momento yo iba a sus cursos y éstos me abrían universos insospechados, porque me hacía penetrar en las obras, las parafraseaba de una manera magistral. Ésa era su manera de enseñar, su creencia, y entonces desplegaba ante nosotros una visión muy de paralelos, comparativa. Nos hacía leer pasajes de Goethe, pasajes de Esquilo, Sófocles, Shakespeare, hasta Rilke, traía autores de todos lados para ver un poema cuyo tema habían tratado quince autores en 3,000 años de escritura.

JG: Me imagino que eso, para ti, refrenda tu actitud frente a la pintura, esa manera de dialogar con ella fuera de las adscripciones a un momento generacional, pasando por épocas distintas sin el menor miramiento…
PP: Para mí él instaura ese orden talmúdico, la tradición bien entendida, esto que es herencia que se comenta y se recomenta y siempre es nueva y es riquísima, la idea de un libro total de la cultura universal. Recuerdo un curso fascinante dictado por él, que era algo como “Antígona a través de los tiempos”. Steiner, en un escenario a oscuras, sentado junto a un diminuto pupitre leyendo textos con ayuda de una lamparita, daba una pequeña palmada y decía: “King Lear”, William Shakespeare, diálogo de Cordelia. Y los actores que se encontraban detrás, como agazapados en la oscuridad, que ya estaban listos esperando su señal, ejecutaban ipso facto los diálogos de la escena en inglés. Luego otra palmada y anunciaba: “Antigone” de Jean Anouilh, diálogo de Antígona con Creonte, en francés, luego otra palmada y esta vez era “Santa Juana” de George Bernard Shaw, diálogo de Juana de Arco con el arzobispo Cauchon, en inglés nuevamente. Y se lanzaba después todo un comentario, un rollo fabuloso sobre los diferentes contextos y adaptaciones. Este experimento duró cinco meses. Para mí fue una cosa increíble: él palmeando y los tiempos, la tragedia y las lenguas apareciendo o sucediéndose a su lado…

JG: Creo que ésa es una manera de visualizar una metodología de conversación con todas las épocas de la tradición como si estuviesen igualmente presentes.
PP: Creo lo mismo.

JG: ¿Cómo se dio el contacto entre eso y tu obra, entonces?
PP: En el año 90 fui a San Francisco donde estaba mi amigo Harel, quien había conocido muy bien mi fase místico-religiosa, y recuerdo que visitábamos una librería en Berkeley cuando me dice: “Peschiera, tengo lo que te falta: Steiner ha sacado un nuevo libro y es como si tú le hubieras puesto el título”. Yo ya había leído Lenguaje y silencio y En el castillo de Barba Azul, conocía su reformulación del ensayo de T.S. Elliot: “Tradition and the Individual Talent”. De pronto veo el libro y ahí, sobre la cubierta, ese cuadro de Georges de la Tour y el título: Presencias reales. Para mí fue exactamente lo que necesitaba y es el libro de Steiner que a mí más me llega. En aquel momento ya no era su alumno.

JG: ¿Ya habías expuesto?
PP: No, aún no, una pequeña muestra colectiva en una tienda, unos dos o tres cuadros chicos. Pero ese libro, su apuesta por lo trascendente, o por una inmanencia trascendental si se quiere, aunque suene cándido, a mí me dio una posición artística e intelectual a la cual me resulta imposible renunciar. Me es muy difícil hablar de este texto, pero para mí es ahora la fuente a la que regreso siempre, mi libro de argumento. Steiner fue fundamental porque yo venía de un contexto en el cual siempre me percibí como muy raro en mis propuestas frente a las de los demás. Toda la cuestión del arte contemporáneo en una época reciente era muy dogmática y era terrible para mí. Si bien la cosa ha cambiado un poco y ahora todo parece estar de venida, antes todo estaba definitivamente de ida.

JG: Steiner te refrenda la ética de un trabajo lento, con fe, con la esperanza del advenimiento de una presencia trascendente que puede habitar las formas, de una trascendencia posible a través del ejercicio del arte.
PP: Sí, uso su argumentación para validarme. Siento que es una manera de creer, no una creencia. Yo no tomo en cuenta explícitamente la historia de la pintura para poder pintar, ni la comento en mi pintura, no pinto desde donde Duchamp dejó los pinceles ni desde donde los retomó Andy Warhol ni tampoco desde el límite formal fijado por Robert Ryman.

JG: No te inscribes en una línea de progreso o de desarrollo…
PP: No, pero tampoco soy de los que piensan que la pintura es un castillo en el aire y que viene de la nada o que está desvinculada del mundo o que se puede pintar sin conciencia, claro que no; yo la veo simplemente desde otro lado. Finalmente para mí, la pintura es algo que se juega entre Steiner y Rilke, una cosa de vida y muerte, y también quizás ¿de vida o muerte? No quiero mistificar tanto al poeta y al artista, pero sí creo que debe haber algo como el ángel, aunque sea ficticio. Hay un título de un libro de Wallace Stevens, Necessary Angel, para mí es eso. No siento que mi arte es capricho ni pura vanidad, algo que hice porque simplemente me provocó. Ahora bien, esto que digo está y no está en mi trabajo. Tú has hecho referencia a eso y por eso te lo contesto.

JG: Ese surgimiento de lo trascendente, de algo que adviene a las formas de una pintura o un texto es para ti el doblón de Melville, en Moby Dick, un texto que has usado para culminar la muestra de Lucía de la Puente bajo la forma de una medalla o de una espiral que, una vez más, es única y se dice “el mundo”.
PP: El doblón representa para mí una mejor manera de ilustrar finalmente algunos aspectos de lo que es el arte. Es el capítulo en el cual el capitán de ese barco, que es ya un microcosmos, pone en una posición axial, en el mástil, un doblón de oro y dice que ese objeto es para el primero que divise a la famosa ballena. Ocurre entonces una serie de eventos en esa embarcación que es el mundo. Ese doblón, ese único objeto provoca la tensión de una serie de personajes claves de ese navío; cada personaje, embajador de su clase social o de su naturaleza en tanto ser humano, va desarrollando un monólogo inspirado por el doblón. Todo el mundo proyecta cosas sobre el doblón, desde Ahab el capitán, pasando por el contramaestre, hasta el arponero —que es casi salvaje y no sabe leer ni escribir— sus deseos, sus temores y heridas...

JG: Un objeto que aglutina en sí todos los sentidos posibles…
PP: Una cosa que es varias cosas. En primer lugar se ve que es redonda como el mundo, pero plana; es de oro, un material precioso. Además, tiene una serie de inscripciones crípticas, como tres montañas y tres cimas, toda una Trinidad, y una frase que dice República del Ecuador, país ubicado además en el centro del mundo. En el borde exterior de la moneda hay un cinturón de los doce signos del zodiaco, o sea que se lo puede considerar cosmogónico y cosmológico. Con eso ya uno tiene bastante. Quizás por ello todo el mundo delira por esta pieza, hasta el último arponero, ese maorí que es un hombre tatuado de la cabeza a los pies, que no lee ni escribe y que se pregunta qué es eso, y lo mira y no entiende y lo único que tiene ante ese objeto es ÉL mismo, su cuerpo; entonces se desnuda y revisa su piel para ver si entre los símbolos de sus tatuajes no habría algo que se parezca a alguno de los signos del doblón porque él también quiere leer, quiere descifrar ese objeto, su sentido: eso a mí me hace llorar. Y para mí eso es el arte. Es algo que tiene que ver con la proyección. Como cosas que uno se envía a sí mismo, ya sea uno artista o espectador: formas, conceptos, impresiones, visiones. El soporte, la tela en mi caso, lo cristaliza todo y al final te devuelve lo que tú le tiras. Para mí, ese proceso es lo que sucede en el arte. Eso, con todas sus complejidades y creo que no otra cosa, es ahora mi visión del arte.

Lima, julio-agosto de 2006.



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