Artículo Frederick Cooper (2001) – Spanish

Pedro Peschiera

El primer contacto con las obras de Pedro Peschiera – un pintor peruano de cuarenta y siete años de edad radicado en Ginebra – es ciertamente desconcertante. Sus cuadros, de un minimalismo radical y un perfeccionismo escrupuloso, provocan al comienzo reacciones perplejas. Pretenden promover a lo naif a un rango exquisito ? O son evocaciones de un acerbo arquitectónico oculto o primitivo ? Plantea indagaciones a una metafísica cifrada en un léxico ritual y cultivado ? Pretende elaborar un sedimento gráfico que sea elemental y también trascendente ? Cuántas otras opciones escrutan sus figuras, sus edificios ciegos, esas tinajas fúnebres, o sus moluscos clásicos, objetos escultóricos o sus tipografías perfectas e impolutas ? Es todas estas cosas concomitantemente, o un acopio ordenado de motivos atávicos que el artista convoca en busca de un proyecto intelectual y estético que está siendo construido muy minuciosamente.

El cuadro que me introdujo a su universo artístico fue uno de sus Mantos, una composición cargada de alusiones que aparentemente – no obstante lo inmediato de su iconografía – no sólo no se agota en la introducción de sus temas primarios, sino que nos excita a querer descifrar su extraño contenido : destilar gradualmente su misteriosa entraña, urdiéndo el espesor de sus gruesos motivos en busca de acceder a una interioridad sofocante e incómoda, un punto de partida hacia otra dimensión, en que estamos ya solos. El tránsito se opera en base a insinuaciones flagrantes y notorias. Primero se registra, claro está, el edificio cóncavo que abarca todo el lienzo, a excepción de la orilla ; luego nos avasalla una enorme estructura, encorvada y simétrica, cuyo contorno arqueado abraza grácilmente su leve curvatura y el arco rebajado de su vahída cúspide. Este extraño volumen figura construido en albañilería de ladrillo a la vista, una pared continua que es también la fachada de un volumen ambiguo cuya identidad asume íntegramente, y cuya corpulencia añade contumacia al sentido agobiante de la composición. Tramado de siete hiladas amarradas en soga y apiladas en bandas, el muro configura una linealidad cuya masividad ha sido realzada por el ritmo obstinado que crean los intervalos de ladrillos de canto, una imagen textil apretada y severa, que le da el carácter de un tapiz corpulento hinchado en el espacio. Para hacer más notorio su rigor estilístico, la trama se adelgaza hacia el sobrecimiento, lo que hace atenuar la percepción visual de su apoyo en el piso, y el peso colosal que insinúa su porte.

En su parte más alta, debajo del nivel en que se origina el arco rebajado que limita su altura, y sobre la charnela de su eje simétrico, un óculo profundo, un agujero certero le confiere al diseño gran parte de su mito. Porque este orificio, es ojo y es ventana, y al combinar por tanto en una misma forma un motivo orgánico con otro arquitectónico, es Ser y es Edificio, es decir, dos cosas diferentes cuya ambigüedad alude abiertamente a crear la paradoja que pretende la obra. En tanto que ventana, el el círculo le otorga espesor y sustancia (tampoco abiertamente, ya que el espesor que le otorgan los flancos sugiere un interior muy poco contingente, y por tanto un espacio tan sólo conceptual, ya que difícilmente cabe imaginar un ambiente habitable dentro de esa estrechez). A ello contribuye muy ostensiblemente la ausencia de otros vanos, el que en todo el volumen no se acusen puertas ni otras aberturas. Esa rotundidad se muestra recusada por la clara intención de hacer que la estructura muestre un edificio, y no únicamente un objeto escultórico, o una semblanza gráfica. Porque es indiscutible que no sólo el detalle con que está trabajada la minuciosa escala de todo su aparejo, sino la apariencia rústica de la pátina gris con que está revestido, aluden a un carácter constructivo y tectónico, y no a un objeto meramente gratuito. Ese mismo conflicto se hace más inquietante cuando se cae en cuenta que la perforación puede no ser un óculo, sino un ojo insólito, la pieza que transforma la apariencia exterior de una obra construida, en un ser animado, un Polifemo abstracto sin facciones humanas, cuya anatomía ha sido transmutada en una arquitectura frontal y opresiva. Esta transmutación no sólo nos refiere al mundo mitológico, sino al Surrealismo, tanto porque alude a las composiciones de Ernst y Magritte, cuanto porque transpira un orden inconsciente, esa irrealidad rayana en la vigilia propia del mundo onírico.

Dentro de otro registro surge también muy clara la arquitectura escueta creada por Mario Botta, tanto porque el detalle del muro de ladrillo – el mostrar uno a uno cada uno de los módulos, y ritmar las hiladas en tramos encintados – es tan característico de su obra doméstica, como porque el volumen, masivo y enclaustrado, está en consonancia con las formas ciclópeas de sus bloques primarios, la geometría básica de cubos y cilindros que emplea en su diseño. Esta misma vertiente conduce, como en Botta, a las inmediaciones del mundo medieval, no sólo porque el manto de sus muros desnudos, ciegos y aparejados, resuena al Románico, sino porque el silencio del espacio vacío en el que está inmerso también nos retrotrae al clima espiritual de sus templos y claustros. Esta complejidad sostiene su presencia en la composición, bajo el sometimiento del espacio brevísimo en el que está inmerso. Porque a final de cuentas, todas esas lecturas están amalgamadas por la estrechez dramática del aire remanente que enmarca a su diseño. Esta escasez extrema le confiere a la obra un aire sofocante no menos transcendente, el catalizador que impregna el contenido de los demás factores con un significado angustioso e incierto, que el diseño destila a través de los filtros de sus varias lecturas. Ello se ve agravado por la ausencia absoluta de resquicios orgánicos – humanos o biológicos – aunque los rudimentos de sus arquitecturas evoquen la presencia de los signos vitales. Tema y contenido parecen sustentarse en una percepción del Ser y la Existencia que, si sin ser esotérica, es no menos escéptica, la noción inquietante que el conocimiento, el arte y la cultura, aun siendo exhaustivos, siguen siendo equívocos.

Mi impresión de este cuadro fue tan definitiva, que se ha hecho extensiva a sus otros trabajos. Así aquella otra serie que ha llamado los Pozos es aún más radical en el mismo sentido, en tanto aquí el espacio está aún más constreñido al haberse abreviado no sólo los contornos, sino aún la entraña de la concavidad que constituye el tema. La estrechez se alía a otra alusión de mayor claustrofobia, a la de un sarcófago abierto hacia arriba, o la de una fuente sin resquicio de líquido. Esa orfandad orgánica reitera una insistencia de excluir al hombre de las composiciones, aun si el mismo diseño implica ambiguamente a la presencia humana – o la realidad orgánica – en sus composiciones.

La serie de las Concas aúna a ese espíritu la añoranza sutil de la Venus insigne del cuadro de Botticelli, una extraña carencia que le otorga al motivo aquel protagonismo que Stoppard introdujo al rescatar de Hamlet a Rosencrantz y Guildenstern para crearle un sesgo igualmente ambicioso a la obra de Shakespeare. Aquí también la escala contribuye a entrabar una lectura única de un tema tan trivial, ya que siempre el motivo retoza aisladamente dentro de un firmamento que simula un paisaje, lo que torna equívoca su corpulencia física. Estos y otros matices dan también a esta serie el contanido equívoco, surrealista o mítico, que Peschiera introduce siempre en sus pinturas, la carga paradójica que abre ese sentido implacable e incierto, tan propio de sus obras.

No puede soslayarse el que su propia técnica contribuya a forjar el clima agobiante que proyectan sus cuadros. En efecto, el uso de la témpera al huevo ayuda a imprimirles una seca tersura que atiza el carácter ascético y distante de sus composiciones. Con virtuosismo insigne, Peschiera aprovecha la fluidez del medio para crear veladuras y brillos soterrados que, debidamente exaltados por aguadas difusas, producen unas pátinas que hacen aún más distante la apariencia fingida de espacios y planos. Igualmente exquisitas son sus composiciones en el ámbito gráfico. Elaborando siempre sus temas predilectos – o introduciendo otros – Peschiera incorpora la gráfica alfabética a su idea primaria de elaborar vacíos que encierren unos temas cuya simplicidad permita rescatar la esencia primitiva de formas conocidas. Pozos, Hoyos y Casas se convierten así en cándidos vehículos para implementar esas desolaciones que le son tan vitales, sólo que aquí el contexto cultural e histórico está instrumentado, no sólo por las formas, sino por el empleo de frases sicalípticas que ocupan – saturándolo – al espacio en conjunto.

A modo de colofón, cito a Nadia Revaz en un párrafo breve que creo sintetiza de manera acertada el sentido esencial del arte de Peschiera : « Las propuestas de Pedro Peschiera no son una mera acotación artística o una simple referencia a algún atributo particular de obras de arte del pasado. Tampoco llevan consigo una intención exclusivamente religiosa o mitológica. Su propuesta traduce una voluntad de unir el pasado y el presente o de juntar lo tangible con lo trascendente. Todos sus trabajos se caracterizan en forma explícita por las múltiples lecturas interpretativas que suscitan. Eso parece indicar que existe una verdadera lucha por forjar paradigmas que nos cuestionen, que sean capaces de recojer, generar y conservar fuentes de significado. Sin concesiones, para con algunas de las tendencias del arte contemporáneo, su trabajo despliega la aspiración a crear analogías que puedan, sino acoger, al menos rozar de cerca, la noción de quinta esencia. »

Frederick Cooper
ARKINKA, marzo, 2001

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